Buenos días estimados lectores, a continuación os dejo el relato que envié al Teatro Grecolatino de Gijón 2012 y con el que quedé segunda. Es un poco largo, pero bueno, resumir nunca fue una de mis virtudes.
Un saludo a todos, y feliz domingo :)
Agaph daimoniwdhs
Delfos,
siglo V a.C.
Sección:
Entrevista de la semana
Diario
To Kalami
En el papiro que tienen en sus manos, les
mostraremos la entrevista de esta semana, realizada por la famosísima
periodista: Amanda Martakis, la cual hará
uso de sus dotes artísticas, deleitándonos con una encuentro muy esperado, muy
delicado, muy peligroso, muy pasional, muy prohibido…
Una entrevista que nos hará comprender
mejor los funestos hechos acaecidos días atrás, en nuestra amada ciudad,
Atenas.
Para ello, contamos con Héctor Paparizou,
el hermano de la joven que ha acaparado todos los diarios de la ciudad por su
desdichado sino.
Nos
narra en primera persona y en primicia lo ocurrido, para saber los motivos que
llevaron a la segunda esposa de nuestro emperador a actuar del esperpéntico
modo en que lo hizo…
Sin más dilación, me despido de ustedes y
espero que la entrevista sea de su agrado.
Reciban un cordial saludo.
El director: Kostas Mercouri
AMANDA: Muy buenos días. En primer lugar, me gustaría dar
las gracias a nuestro invitado de hoy, Héctor Paparizou, ya que pese a los
duros momentos por los que atraviesan él
y los suyos, nos ha brindado la oportunidad de ofrecerles esta entrevista en
exclusiva para el diario To Kalami. Esperada para unos, temida para otros. Cuéntenos
Héctor, ¿Cómo está la familia?
HÉCTOR: Pues se lo podrá imaginar Amanda… Momentos difíciles
aparecen cada día, en los que tanto el ocaso como el crepúsculo carecen de
sentido en nuestras vidas…
La luz que iluminaba mi día se
apagó tan rápido como había venido Afrodita a rescatar a Paris en pleno campo
de batalla troyano.
Pero antes de empezar, os quería
agradecer todas las molestias que os habéis tomado por mí, pues aun habiendo
venido repentinamente a la capital, y como único bagaje mis ropas portadas tal
día, habéis sido los únicos que me ofrecieron cobijo y un lugar dónde poder
descansar hasta que… Bueno, ya sabe usted el aparatoso proceso que tiene que
atravesar ahora mi hermana…
AMANDA: Entiendo. No tiene por qué agradecer nada. Bastante
es ya tener que pasar solo por estos delicados momentos…
Bien. A continuación, cómo ya
habíamos acordado, le dejaré exponerse cómo a usted le venga bien. Evitaré
interrumpirle, a menos que se trate de algo muy relevante.
HÉCTOR: En el palacio del emperador de me encontraba hace un par de días,
ya que fue orden suya que yo mismo me ocupara de los objetos personales de mi
hermana. Recogiendo las últimas cartas de su arcón, me hallé con algo insólito. Unos papiros escritos con sangre y con su
propia letra.
Sin pesármelo dos veces y
habiendo temido que alguien me los arrebatase, los escondí bajo mi túnica,
prometiéndome leerlos en cuanto estuviera en un lugar seguro.
Tal fue mi sorpresa al haber
descubierto su caligrafía, que no pude evitar emocionarme. Ambos habíamos
aprendido a escribir juntos, y recuerdo perfectamente cuando ella escribía
frases y yo pequeñas palabras… Dulces momentos que no podrán ser repetidos…
Aún fue ayer en la última hora
de Sol que Apolo nos ofrecía cuando acabé de leer la última página. Más fue
sorpresa al conocer el contenido de aquellos papiros rojos, produciéndome una mezcla entre furia, dolor e
impotencia, pues ya era demasiado tarde para poder realizar cualquier acto. Lágrimas
traicioneras emanaban de las cuencas de mis ojos y caían sobre aquellos papiros
de mi hermana...
Pero me niego a que su
historia se ciña solamente a unos papeles con sangre… A continuación les
expondré la vida de mi hermana. Un bello y esperanzador comiendo, para un
funesto final.
Un catorce de febrero del 434, en la casa
más alejada del pueblo de Delfos, nacía mi hermana Sofía.
Era una preciosa niñita que llamaba la
atención por los rasgos tan atípicos que presentaba: tez blanca cuan campo de
nieve cubriendo la verde hierba en invierno, y una melena rubia, que nada tenía
que envidiar de la de Helena de Troya o comprable con los primeros rayos del amanecer
enviados por Apolo.
Esa preciosa criatura, el día de su
nacimiento, consiguió algo insospechado hasta la fecha: logró que su llanto
atravesara cientos, millones de kilómetros, ascendiendo desde Pangea
hasta aquel lugar nunca pisado por mortal: el Olimpo.
Algunos dioses intercambiaron miradas,
como si algo extraño estuviera a punto de pasar, otros, como Hefesto o
Dionisio, siguieron con sus quehaceres.
Pero, allí, el corazón de cierta deidad
soleada latió de distinta forma. Habiendo abierto los ojos como los escudos de
los antiguos mirmidones de Aquiles, se olvidó de aquella preciosa ninfa con la
que se hallaba y descendió a la Tierra con la misma velocidad con la que
Aquiles el de los pies ligeros mataba troyanos en su cólera.
Apolo, notando como los vientos Bóreas y Céfiro
le rozaba el rostro, no daba crédito a lo que sus oídos estaban percibiendo: un
hermoso sonido que le atormentaba pero que a la vez le calmaba, combinando a la
perfección una hermosa melodía que ni el mismo Orfeo sería capaz de
interpretar.
Así, Apolo llegó hacia aquella pequeña
casa del pueblo de Delfos, lugar del que había oído aquellos preciosos cantos
de sirena.
En apenas unos instantes, ya estaba
sobrevolando aquella pequeña casa, de una sola planta, a las afueras de la
ciudad.
Allí, habiéndose apoyado en el borde de
una ventana, observó el ser que producía aquel angelical sonido.
Se
trataba de una hermosa niña que acababa de venir al mundo. Aún siendo tan pequeña,
su hermosura era equiparable a los cupiditos de Afrodita. Una pequeña
rosa que…
- ¡Por favor, madre dígame que es!
-gritaba una mujer que, por su situación en ese momento, parecía que era la que había dado a luz.
Tras una larga pausa, en la que una señora
más mayor acababa de lavar a la recién nacida que aún seguía emitiendo aquel
hermoso llanto, seguía reinando el silencio en la habitación.
-¡Madre! -vociferaba desesperada la señora
desde la cama.
Suspirando y dándole un ligero beso en la
frente a ese nuevo ser dijo:
-Hija mía, has dado a luz a una sana y
preciosa niña. Mírala Clitemnestra. ¿No es como un angelito?
Con una mirada de desaprobación, ésta le
respondió:
-¡Oh, dioses! ¿Qué mal os he hecho para
que me castiguéis de esta manera?
-No digas eso mujer, es solo un bebé y
sabes que los niños sufren cientos de cambios a estas edades.
-¡Maldita sea! ¿Por qué, oh dioses, míos
no me habéis dado un varón? ¿Acaso no os he rezado lo suficiente o dado las
bastantes ofrendas? ¿Por qué?
-¡Calla! -espetó su madre con intención de
darle una bofetada, pero rápidamente recordó el estado en el que estaba, y no
sería el momento oportuno.- ¡Cuida esa lengua viperina que has concebido de tu
difunto padre, y respeta a los dioses! Bastante han hecho ya, enviándote a un
varón como ya lo tienes y haberte enviado a una niña sana. No oses volver a
quejarte y agradece lo que tienes. ¡Insensata!
Clitemnestra dejó escapar algunas lágrimas
de la rabia que sentía por dentro. Sería el hazmerreír del pueblo, ya que en la
época daba muy mala imagen no tener los dos primeros hijos varones.
-Ocúpate de ella. -fueron las únicas
palabras de la tozuda mujer que se giró sobre la cama para que su madre y su
hija no la viesen llorar.
-¿Es qué no piensas ni coger a tu hija?
No obtuvo más respuesta que el silencio.
Maldiciendo en voz baja por el ser en que
se había convertido su hija, tan testaruda y retorcida, le recordaba a su
difunto marido.
Afortunadamente, había sido enviado a los
infiernos tiempo atrás…
No podía ser verdad lo que acababa de
hacer su hija, pero esperaría a que se le pasara el cansancio del parto. Aún así,
la anciana preveía un precario futuro para aquella nietecita suya, que ahora le
sonreía desde la cuna, inocentemente.
Una vez acabado con la limpieza y
alimentación de la pequeña, la abuela la depositó de nuevo en la cuna para
poder limpiar a su hija, aplicándole un ungüento en la zona dolorida y quitándole
la sangre del cuerpo. La mujer aseó a su hija en silencio, observando cómo le
daba la espalda a la pequeña.
Habiendo acabado su tarea, la abuela se
dirigió a la humilde cuna donde se hallaba su nieta. Cogiéndola en cuello, la
balanceaba delicadamente para que la niña se durmiera. Mirando a aquel angelito
a los ojos, una lágrima traicionera se escapó del ojo de la señora.
-¿Cómo te llamaré?-preguntó sin esperar
obtener respuesta.
Paseando por la pequeña habitación, esperando
a que la pequeña cerrara sus ojos, le vino a la mente un nombre. Respondiéndose
a sí misma, contesta:
-Ya sé, te llamaré Sofía, que en nuestra
venerable lengua, equivale a la sabiduría.
La escena era contemplada por cierto halcón
negro como el azufre, el animal en el que se había coronado Apolo.
Tiempos nuevos y complicados augurará el
oráculo para la deidad…
(17 años después)
Cómo cada mañana, Sofía se preparaba para
empezar con sus quehaceres. Terminando de colocarse la desgastada túnica, la
joven salía de la casa cargando el cesto con la ropa sucia, dirigiéndose hacia
el mar para lavarla. El sol se abría camino con su azafranado velo en el cielo,
cuando la joven descendía por un angosto camino hasta llegar a los dominios de
Poseidón.
Allí, ya se encontraba una de sus mejores
amigas, Ismene, que ya había empezado a lavar.
-Kalimera, Ismene.- la saludó
sonriente.
-Kalimera. -respondió ella
levantando la mano a modo de saludo.
Suspirando al observar el cesto con la
ropa, decidió que lo mejor sería empezar pronto con ello, así, terminaría
primero.
Empezando a empapar en las aguas saladas
las prendas, un toque nostálgico aparecía en su mente.
Cómo habían cambiado las cosas desde la
repentina muerte de su abuela, única protectora de Sofía. A sus doce años, Sofía
había perdido a la persona que más quería en toda Grecia. Un animal que no habían
identificado la mordió cuando fue a buscar unas hierbas curativas para el
hermano de Sofía, que había contraído un catarro. Fiebres y vómitos fueron sus
predecesores, llegando al delirio. Los médicos no sabían cómo tratarla, de modo
que para evitar que siguiese sufriendo, recomendaron a la familia el sacrificio
de tan bella persona.
Sofía fue la que más lloró su pérdida:
cada semana iba a su tumba, a la que llevaba bellas flores y hablaba con ella,
contándole sus problemas, como si la estuviera escuchando de verdad. Para Sofía
era uno de los momentos más bellos de la semana, pues se sentía protegida.
A partir de su muerte, la cruel madre de
Sofía le obligó a hacer las tareas que tenía su madre que, casualmente, eran
las más arduas: limpiar a los animales, lavar las prendas, ir a por agua al
pozo…
A ojos de un mortal, Sofía era la esclava
de la familia: ni sus dos hermanos mayores ni sus padres hacían ademán de
ayudarla.
Sin embargo, la madre era la que más odio
inexplicable le tenía, llegando a azotarla cuando no cumplía bien una tarea.
Sus hermanos y su padre la respetaban,
pero no hablaban mucho con ella…
Pese a todo, Sofía nunca se quejaba, nunca
dejaba entrever su sufrimiento, siempre obedecía a lo que le ordenaban por muy
costoso que le fuera, incluso llegando a no poner resistencia a los duros golpes
que se madre le propinaba…
La joven esperaba a las últimas horas de
la tarde, cuando el crepúsculo se acercaba, para ir al templo del dios Apolo,
cuando en su casa ya se retiraban a dormir.
Primero, se dirigía a la casa de la
deidad. De esa misma deidad por la que, inexplicablemente, siempre tuvo una
gran curiosidad. De pequeña, le preguntaba a su abuela por él, escuchando
grandes hazañas y proezas del dios. Cuando falleció, había empezado a acudir a
las reuniones que se hacían en la plaza del pueblo, dónde los sabios ancianos
relataban historias con una pasión y veracidad que solo podía ser helena.
Una vez en el templo, Sofía comenzaba a
relatar ante la estatua del dios, lo que había hecho en el día, llevándole
siempre alguna ofrenda. Principalmente, eran flores recogidas en el camino,
pues no poseía de mucho poder para adquirir otro presente.
Una vez, le había pedido al dios, que la
ayudara a salir de aquel lugar, anhelando ir a la patria de la diosa de la
sabiduría, Atenas, o ir a visitar la belleza de la Biblioteca de Alejandría.
Apolo la contemplaba siempre desde la
distancia, dolorido por no poder convertirla en su esposa, pues no había
conocido a niña tan noble y honorable como aquella, desde el primero de sus
llantos, hasta aquel momento, no había dejado de observarla y protegerla.
Aunque bien sabía él que Zeus lo tenía vigilado, pues ya los dioses tenían
prohibido interferir en los asuntos de los humanos, salvo que los titanes
fuesen liberados de nuevo.
Sin embargo, nadie le podía impedir observarla,
contemplar a aquella hermosa joven que había encandilado al dios. El único
momento del día en el que podía “tocarla” era cuando aquella joven se acercaba
a él en el atardecer, y sus fortísimos rayos rozaban aquellos níveos brazos,
aquel precioso rostro…
En una de sus visitas, Sofía le había
pedido a Apolo que ojalá alguien le enseñara a leer aquellos pergaminos, y
sorprendentemente, días más tarde, un antiguo filósofo, se hospedó en Delfos,
para estudiar mejor al oráculo del pueblo, y le había ofrecido a la joven enseñarle
el arte y la belleza de la lectura.
Tras acabar sus rezos y oraciones, Sofía
salía para contemplar desde la cima de la colina cercana a su hogar cuando su
deidad preferida, Apolo, guardaba el Sol, cerrando los ojos, y sonriendo sin
saber por qué.
Para ella, ese era un momento mágico, el
cual había repetido día tras otro de grosso modo. Sentía como el calor
del sol impregnaba cada célula de su cuerpo, acariciándola delicadamente, dándole
la sensación de estar en el mismísimo Olimpo…
Pero cuando finalmente Nyx se abría
camino, la magia se acababa, los azafranados rayos del sol se retiraban para
dar paso a un manto de estrellas y a una oscuridad prominente. Volviendo a la
realidad, lágrimas traicioneras se capaban de los ojos de la joven.
Y como cada día, Sofía se dirigía a su
casa con la luz de la luna de fondo, reviviendo una y otra vez la calidez de
Apolo, abrazándose a sí misma para no perder aquel ápice de felicidad.
Unas ligeras gotas de agua de agua salada
caídas en su rostro, desembelesaron a Sofía de sus pensamientos.
-¡Despierta Sofi! –había dicho una
voz.
Parpadeando un par de veces, la joven se
percató que se trataba de Teuclides,
su gran amigo de la infancia, que venía
cargado tras la pesca.
-Oh, perdóname, ya sabes que cuando me
sumerjo en mis pensamientos no actúo correctamente.- se excusó ésta sonriendo.
-No te preocupes, ya estoy acostumbrado.
–Dijo sonriendo- Venía para comentarte que hoy el anciano no podrá darnos su
charla diaria, pues me han comentado que tenía un malestar.
-Vaya, espero que se recupere pronto. Y
gracias por avisarme, Teuclides.
Él agachando la mirada, no le permitió ver
cómo había empezado a enrojecerse. Con un titubeante Kalimera se despidió
de ella prometiéndose verse pronto y deseándose un buen día. Ojalá aquel
muchacho se hubiese casado con mi hermana…
Tras haber terminado con la ropa, volvió a
ascender por el angosto camino hasta su casa, donde la familia ya se había
levantado.
Nada más entrar, Sofía saludó a la familia,
de la que obtuvo respuesta, de todos, menos de su madre obviamente.
Ipso facto se dirigió al tendedero para airear la ropa. Luego, continuó
con sus tareas diarias.
Los días se pasaban así: mi padre nos
instruía a mi hermano y a mí, mi madre iba al mercado y hacía la comida y bien
razón tenían los del pueblo, que decían que Sofía era nuestra esclava…
Pasaban y pasaban los días, las semanas,
los meses, y todo transcurría con la relativa normalidad de Delfos. Hasta que
llegó un día señalado. Un día maldito. Desde entonces, empezaría nuestra
desgracia.
La primavera empezaba a aparecer, y el sol
empezaba a salir, cuando, vislumbramos en el horizonte dos enormes naves, algo
insólito para la mayoría de los habitantes de Delfos, que sólo habíamos podido
imaginar semejantes barcos cuando los sabios ancianos nos narraban las naves
aqueas que se dirigían a Troya.
Todo el pueblo se aglomeró en torno al
pequeño puerto. Sofía, como no, la primera. La curiosidad podía con aquella niña.
Nosotros nos ceñimos a verlo desde la distancia.
El bullicio y nerviosismo se palpaba entre
los pueblerinos, pues aquel era un acontecimiento que muy contadas veces había
sucedido.
La primera nave desembarcó en Delfos.
Aquella trágica nave.
Se trataba del mismísimo emperador que su gloria
para nuestra tierra le precede, Pericles.
El portavoz, señaló al pueblo:
-Compatriotas helenos, he aquí Pericles,
gran emperador de nuestra tierra, bendecido por los dioses. Tenéis el honor de
contar con su presencia en los próximos dos días, pues tiene la necesidad de
visitar el oráculo de vuestro hogar. En su compañía, ha venido con su hijo,
Pericles el joven, para enseñarle las bellezas de nuestra Grecia.
Partiremos cuando Bóreas y Céfiro nos
bendigan con buenos vientos, y Poseidón haya calmado los mares.
La gente aplaudía, dejando paso a la
familia. Sofía miraba con admiración a los recién llegados, sorprendiéndose de
que gran número de jóvenes, que habían
dispuesto repentinamente como heteras de los recién llegados.
Sonriendo maliciosamente, muchos de los
soldados de la guardia del rey habían tomado a alguna, los más avispados a las
más hermosas y los más honorables, las negaban educadamente, pues eran fieles a
sus esposas, que los esperaban en Atenas.
Sofía se percató de que el hijo del emperador,
también las había rechazado. Curioso para un hombre como aquel… No obstante, su
padre no solo había contratado el servicio de una, sino de dos jóvenes, entre
las que se encontraba su amiga Ismene.
Paralizada ante la escena, y sin saber el
motivo se quedó paralizada, los pies se había clavado en la tierra, en el justo
momento en el que se debía de haber retirado.
Captando la atención del padre y del hijo
por su físico, les hizo detenerse en seco.
-Vaya, vaya… ¿quién es esta joven tan
bella? –dijo el emperador observándola lujuriosamente, repasándola de arriba
abajo.
Por fin, los pies le respondieron, y
agachando la cabeza, pidió disculpas al emperador apartándose a un lado. El
emperador seguía con ojos ensimismados sobre aquella joven tan exótica. Nunca
había visto a una joven tan bella en su larga existencia. La deseaba, la quería…
Pese a ello, decidió que ella se le acercara primero, cosa que mi hermana no
hizo, dejándolo perplejo.
Con un repentino enfado por su ignorancia,
siguió su camino hacia la majestuosa tienda que sus soldados estaban montando
en aquella playa.
Respirando más aliviada por la marcha del
emperador, no se había percatado de que Pericles el joven, se había quedado próxima
a ella.
Seguramente, uno de los culpables de lo que
va a ocurrir a continuación sea Cupido, que se había enemistado con Apolo.
En ese preciso momento, sus miradas se
entrecruzaron, sus corazones se detuvieron, sus respiraciones se agitaron. El
tiempo se detuvo ante ellos, e inconscientemente, dieron un paso de proximidad
el uno hacia el otro…
Sofía no podía apartar la mirada de aquel
bello rostro, moreno como todo aqueo que se expone al sol, prominente y con
semblante varonil… Por su lado, él desconocía el motivo por el que no podía
retirar la vista de aquellos ojos, verdes como la esmeralda, aquella tez,
blanca como la nieve que había visto una sola vez en su vida…
-¡Sofía, ven aquí ahora mismo! –había
gritado su madre desde la colina donde se hallaba su casa.
Ante el susto, ambos retrocedieron, y Sofía
salió corriendo hacia su hogar, ante la atenta mirada de añoranza del joven. ¿Quién
era aquella hermosa joven?
Apolo había observado desde su templo
aquella escena, maldiciendo para sí. Hasta ahora, ningún mortal había causado
tanto efecto su amada. Sabía que nunca podrían estar juntos, pero no permitiría
que ningún hombre la tocara. Era suya, de nadie más. Aunque se las tuviera que
ver con el mismo Zeus.
Al llegar a nuestro hogar, la interesada
de mi madre agarrando a Sofía por el brazo con fuerza, le dijo:
-¡¿Qué te ha dicho?! ¿Te ha pedido tus
servicios? ¡Habla niña insolente!
Intentando zafarse de su brazo, respondió
a regañadientes.
-No me ha dicho nada madre.
-Entonces, ¿por qué se detuvo delante de
ti? ¡Algo te tuvo que decir Pericles!
Inesperadamente, Sofía le respondió
enfadad:
-¡¿Por qué no se lo va a preguntar usted
madre?!
Sin dejarle tiempo para responderle, mi
hermana corrió alejándose de nosotros. No sabía por qué, pero corría. Algo raro
le estaba pasando…
¿Qué le había pasado segundos atrás en la
playa? ¿Qué tenía aquel joven que no le permitía olvidarlo? ¿Por qué lloraba?
Buscando respuesta a estas preguntas, mi
hermana llegó a su lugar favorito. El templo de Apolo, donde intentaba calmarse
antes de hablarle al dios.
Una vez sosegada, le pidió disculpas al
dios por no haberle podido llevar ofrenda ese día, prometiéndole un presente
para el futuro.
Gracias a haberse desahogado con él, parecía
más tranquila. Sin embargo, Apolo no tenía ese sentimiento de felicidad que
cada día le producía su visita, habiéndose enfurecido por la forma en que
hablaba de aquel joven que había visto en la playa. El hijo de Pericles…
A la mañana siguiente, mi madre había
partido muy pronto de casa, sin dar decir a dónde se dirigía. Sofía partía como
cada día a hacer sus tareas.
Mientras como cada mañana bajaba hacia la
playa, había observado que no había nadie, decidió darse un baño aún con la
oscuridad de Nyx que se peleaba en el cielo con Apolo por permanecer en el
cielo.
Dejando caer la túnica sobre la arena, se
sumergió en el mar, nadando del mismo modo que una sirena, olvidándose momentáneamente
de la realidad.
En el otro lado de la costa, la mayoría de
los hombres que habían desembarcado la tarde anterior, descansaba en sus
tiendas por su agitada noche… Todos. Todos menos uno.
Pericles el joven no había podido concebir
el sueño. En su mente se repetía una y otra vez la imagen de aquella hermosa
joven…
Había decidido dar un paseo por el pueblo
con su papiro, que llevaba a todas partes. Sobre éste, apuntaba todo lo curioso
que veía a cada lugar que iba, a modo de instrucción. Rodeando la playa, llegó
a la parte más humilde del pueblo. Allí, las pequeñas casas se afincaban muy próximas
unas a otras, y cómo mucho tendrían dos habitaciones en su interior.
Mientras caminaba, disfrutaba la visión
del mar, aquel precioso paraíso azul, que parecía la entrada del Olimpo,
dejando que la nívea arena fina se introdujera por sus sandalias, produciéndole
un placer que solo los que han visitado Grecia saben comprender.
Habiéndose sentado sobre la arena,
vislumbró cada palmo del mar, sin tomarse mucha prisa, y haciendo pausas a cada
ola que Poseidón producía… Hasta que la vio. Allí, sumergida bajo las
cristalinas aguas, nadaba desnuda aquella joven.
Atónito, no supo cómo reaccionar,
simplemente, no pudo apartar la mirada cuando la debía haber apartado. Ante la
mirada del celoso Apolo, hizo aparecer un rayo para deslumbrar ligeramente a
Sofía, haciéndola mirar para el lugar en el que se encontraba Pericles el
joven.
Al momento, con un grito sofocado y poniéndose
tan roja como los frutos que recogía, se volvió a meter en el mar hasta la
cabeza, muerta de la vergüenza.
Cómo respuesta, el agachó la mirada, pidiéndole
disculpas.
-¡Perdone, perdone! No era mi intención
mirarla, no me había percatado de su presencia. –dijo él tembloroso.
Completamente histérica y fuera de sus
cabales, respondió gritándole:
-¡Déjese de disculpas y acérqueme mi túnica
de una buena vez! ¡Y ni se le ocurra mirarme!
Acto seguido, Pericles se la arrojó y ella
tuvo que estirarse para cogerla. Finalmente, pudo ponerse a duras penas la túnica
en el mar. Habiendo salido empapada, y sin decirle aún que ya podía girar la
cabeza, pensó en lo que acababa de hacer: ¡le había gritado al hijo del
emperador Pericles! << ¡Oh dioses míos, moriré por esto!>>
-¿Puedo girarme ya? –preguntó el joven
aguantando la risa.
Sobresaltada, contestó:
-Por supuesto. Perdone señor. Perdóneme
mil veces.-dijo agachándose suplicante.- Le juro que no pretendía dirigirme a
usted de esa manera. Por favor, admita las disculpas de esta insolente.
Pericles no daba crédito: después de haber
sido él el que le faltó al respeto, es ella la que le está pidiendo disculpas.
Inmediatamente, la instó a levantarse con una sonrisa.
-El que debería pedir disculpas soy yo, señorita.
Sorprendida, agachó la mirada una vez de
pie, pues a los pueblerinos no se les permitía mirar a los ojos a los miembros
de la nobleza.
A él le disgustó es hecho, y sin
percatarse de lo que iba a hacer, procedió.
Alzándole delicadamente el mentón, ambos
se miraron de nuevo a los ojos y el muchacho le dijo arrepentido y con una
noble mirada:
-Perdóname
Por unos instantes ambos no se percataron
de la indecorosa cercanía a la que se encontraban, de lo impropio de la situación.
De las posibles consecuencias…
Nada importaba. Sin parpadear, Sofía
recordaba la misma sensación que la pasada tarde.
Pero, en ese momento, el grito de un negro
halcón (en el que se había manifestado cierta deidad) había roto su burbuja de
cristal. Sofía parpadeó varias veces, hasta que logró crear la distancia
oportuna entre ellos.
-¿Cómo se llama? –dijo él repentinamente.
-Sofía, señor. Y le agradecería que me
tutease. Me hace sentir mayor y aún me faltan varias semanas para llegar a la
mayoría de edad.
Con una sonrisa, el contestó:
-Lamentablemente, la magia de mi nombre ya
ha sido desvelada. Pero te pido que olvides mi origen, y me tutees.
-Eso es imposible, señor.
-Si no lo haces, me veré en la obligación
de tratarte de usted.
Ella alzando la mirada, le sonrió, y le
dijo.
-Está bien.
-Así mejor.
Tras romper el hielo, la conversación había
empezado a fluir sobre ellos como si se hubiesen conocido desde pequeños.
-¿Qué hacías paseando a estas horas? Estaba
segura que tras el festín de a noche, estaríais todos rendidos. –dijo Sofía.
-La verdad, estaban durmiendo como cupiditos
en las tiendas. Los que preferimos pasar la noche únicamente con Nyx hemos
dormido mejor.
¿Y tú? ¿Qué hacía una joven nadando en el
mar del mismo modo que una sirena?
Sonrojándose, ella respondió:
-Es algo que me relaja, y acostumbro a
hacer cuando el pueblo duerme. La luna ilumina los baños nocturnos en los que
me apetece más estar en el mar que en mi casa…
Ambos empezaron a pasear, cercanos, pero
sin llegar a tocarse, aunque bien sabía Apolo, que observaba la escena con el
mayor odio posible desde los cielos, que se hallaban demasiado cerca el uno del
otro. Sofía aún seguía mojada, y la desgastada túnica blanca dejaba entrever su
pecho.
Fuera de sus cabales, decidió adelantar el
amanecer aquel día con el objetivo de hacer volver sin tardanza a cada uno a
sus respectivos hogares.
Tras intercambiar algunas palabras más,
Sofía se despidió de él por temor a ser vistos juntos. Ella únicamente le deseó
un feliz día, pero para su sorpresa. No recibió la misma respuesta que él:
sujetándole la mano delicadamente, lo propinó un beso cortés en la mejilla
antes de irse, dejándola allí, perpleja en mitad de la playa.
-¿Por qué has tardado tanto? –Le preguntó
su madre al entrar en casa-
-Me caí por el camino.
-Ah… -sin terminar de creérselo, sonreía
para sí por lo que acababa de hacer.
Sofía, querida hija mía, no creas que he
olvidado que pronto haces la mayoría de edad. Y cómo regalo, a modo de
reconciliación, te tengo preparada una sorpresa muy especial…
Aquellas debían de haber sido las palabras
más amables que le había dicho su madre. Extrañada, la volvió a mirar y le
respondió:
-Vaya, ¿lo que dices es cierto?
-Tan cierto como que el mar tiene agua
salada.
Todos en casa nos extrañamos de lo dicho
por mi madre, pero nadie dijo nada. Pero efectivamente, aquella sorpresa no la
olvidaríamos ninguno…
Esa misma tarde, se celebraban en la plaza
del pueblo unos pequeños juegos en honor al emperador, pues tras haber hablado
con el oráculo y sintiéndose orgulloso por el negocio que acababa de hacer con
aquella venenosa mujer, partiría expedición al alba, si los dioses así lo
dispusiesen.
La plaza estaba muy animada: los niños jugaban
entusiasmados; las madres descansaban y parloteaban bulliciosamente; las jóvenes
doncellas bailaban más sensuales que nunca; los soldados medían sus fuerzas
contra los muchachos del pueblo en competiciones de fuerza y los hombres
intentaban hablar de negocios con el emperador.
Las hermosas y jerarquizadas sillas que
habían sido asignadas para el emperador y su hijo, presidía el evento.
El emperador, miraba con orgullo y
superioridad a su pueblo, y el hijo miraba disimuladamente entre las jóvenes,
esperando ver a aquella mujer que le había robado el corazón.
En ese momento, aparecía la joven acompañada
de otro muchacho, algo que no fue del agrado de Pericles el joven. Su padre se
había levantado para hablar tras las sillas con una mujer que le sonaba, pero
no sabía de qué.
Centró su atención en Sofía, que se había
puesto una preciosa túnica, y su melena rubia caía en cascada sobre su espalda.
El muchacho se despidió de ella cuando otras muchachas la rodearon para
saludarla, animándola a bailar. Ella se negaba, pero bajo la insistencia de sus
amigas, se dejó llevar.
En ese momento, empezaron a bailar una
bella canción para la que pidieron la ayuda de los hombres.
Cada mujer se lanzó a por el soldado más
bello, menos Sofía, que se quedó quieta, esperando a que alguien fuese a
buscarla. Teuclides, el hombre que la había acompañado, se acercaba a ella por
detrás, pero el hijo del emperador, audaz corrió al encuentro con la dama:
-¿Me concede este baile?
Mirando en su dirección, Sofía le respondió
con una amplia sonrisa, dejando ver sus blanquecinos dientes y marcando su
rojos labios.
Asintiendo, le entregó la mano para que
empezaran a bailar.
Miró a sus alrededores para no levantar
cualquier sospecha, y de pronto notó su voz a escasos milímetros de su oído.
-No te preocupes, la oscuridad y la
borrachera son perfectos factores para pasar desapercibidos.
Sonriendo, ambos bailaron con pasión, quizás
demasiada, pero carecía de valor en aquel momento.
Una vez acabado el baile, el joven llevó a
Sofía a un lugar apartado de la fiesta. Sabía que la decisión que acababa de
tomar no sería ni la adecuada ni la respetada por su padre. Pero se había
enamorado de esa joven como antaño Apolo de la ninfa Dafne.
Bajo la luz de la luna, ambos se miraron,
con las olas del mar golpeando las rocas al fondo.
-Me parece que mañana podréis partir. El
viento está a vuestro favor.
-Eso parece.
-¿Qué ocurre? No pareces alegre por volver
a tu hogar.
-Ahora mismo, no sé cuál es mi hogar.
Extrañada, Sofía le miró a los ojos. Sin
dejarla hablar, él le dijo:
-Sofía. El tiempo se me escapa, y sé que
si no hago esto, me arrepentiré el resto de mi existencia…
-No me asustes.- respondió ella. ¿Ha
pasado algo?
-Cásate conmigo.
Esas dos palabras hicieron que Sofía
abriera los ojos como platos. No supo que decir. ¿Aquello era real?
-Ahora es cuando tú tienes que decir algo.
–dijo él sonriéndole.
Muy sería, ella contestó:
-No puedo. No podemos.
-¿Por qué?
-Vives en un mundo al que yo no
pertenezco. Tu destino está en una bella princesa helena, que te estará
esperando en cualquier lugar de Grecia.
Yo soy una simple plebeya que nada puede
ofrecerte. Alguien como tú no debería pensar en esa insensatez.-Dijo girándose
para que no viera las repentinas lágrimas que se le habían escapado.
Como un jarro de agua frío le había
sentado aquella respuesta al joven. Dolorido, se acercó a ella. Y le dijo con
toda la sinceridad de su alma.
-Te amo, Sofía. Desde el primer momento en
que te vi. Pensé que nunca encontraría una esposa como tú eres: inteligente,
con un noble corazón, hermosa, trabajadora… Cupido me ha lanzado una de sus
flechas, y no podré quitármela en lo que me queda de vida. Olvida todo. Olvida
esto. Vente conmigo a Atenas y empecemos una nueva vida juntos.
Girándose levemente, temblando, consiguió
decir:
-Sabes que no es posible…
-Tus labios me dicen que me niegue, pero
tus ojos me dicen que sí. ¿A quién hago caso?
Suspirando, Sofía lo abrazó fuertemente.
Estuvieron así varios minutos: ella,
adormecida en sus brazos por las constantes caricias en su melena que él le
daba, mientras que Apolo los contemplaba con el mayor de los odios, y siendo
vigilado por Zeus.
Sofía era suya, y de nadie más. De algún
modo o de otro, lo lograría.
Finalmente. Sofía se separó de aquel
hermoso joven. Con sonrisa, asintió a su propuesta. Ambos rieron estúpidamente,
esas risas efímeras de enamorados, que bien sabemos los mortales que poco duran…
No obstante, aquella estaba siendo una
noche mágica, y Sofía no quería que acabase.
-¿En serio? ¿Te casarás conmigo?-dijo él
con una gran sonrisa.
-Por supuesto.
Ambos se fundieron en un abrazo, que fue
interrumpido por uno de los soldados que llamaba a voces a su señor.
-¡Joven Pericles! Vuestro padre requiere
vuestra presencia. Tiene algo que anunciaros.
Afortunadamente, el manto protector de la
noche no le había permitido ver a Sofía Ambos suspiraron aliviados, pues no era
el momento de hacerlo público aún. Cada uno volvió a la plaza por un lugar
distinto, no sin antes darse un beso fugaz en los labios.
-Te quiero.-dijo él antes de despedirse.
Sin embargo, los finales felices no
existen. A continuación empezaría la verdadera desgracia de mi hermana.
Una vez reunidos todos en la plaza, se
encontraban en el centro el emperador y mi madre. El funesto destino había
vuelto a hacer una mala pasada a los mortales, y la escena era una prueba de
ello. Una vez hecho el silencio, el emperador empezó a hablar:
-Buenas noches, mis queridos súbditos. En
primer lugar, quería daros las gracias, pues han sido dos jornadas muy
productivas y favorables para mí.
Mañana, si los dioses quieren, partiremos
al alba hacia nuestra tierra, no sin antes agradeceros vuestra hospitalidad, y
vuestra buena compañía.- esto provocó risas pícaras entre los asistentes.-
Bien, antes de seguir con la fiesta, me gustaría daros a conocer la buena
nueva. He decidido volver a contraer matrimonio. Una joven de esta tierra
partirá conmigo para ser mi segunda esposa.
La expectación había crecido, las jóvenes,
ilusionadas, se revolvían entre la multitud.
-Sin más dilación, os lo comunico: Sofía
Paparizou será mí esposa de mutuo acuerdo con su familia.
Entonces, todo se paró.
A la mañana siguiente, para su desgracia,
los dioses ofrecieron buenos vientos para la partida. Arrastrando sus pasos,
Sofía iba custodiada con dos guardias hacia la nave. Aquello no podía estar
pasando. ¿Cómo era posible que en tan poco tiempo hubiese cambiado su vida de
esa manera? ¿Por qué el destino jugaba tan cruelmente con ella?
Recordando los hechos acaecidos en la
noche anterior, se dirigía hacia la nave.
Rompiendo con su costumbre, en mi casa se
escucharon todo tipo de maldiciones y golpes existentes:
-¡Niña egoísta! ¡Te estoy dando el futuro
que todas las jóvenes querrían! ¡Además, el emperador nos ha dado una suculenta
cantidad por ti, de modo que haz el favor, y obedece!
-¡No! ¡Siempre he hecho todo lo que me ha
pedido sin protesta alguna! ¡Trabajos inhumanos para una niña! ¡Esclava
vuestra! ¡Pero se acabó! ¡Me niego a casarme con quien yo no quiera!
Como respuesta, mi madre le propinó una
fortísima bofetada, haciéndola sangrar por el labio.
-¡Harás lo que se te diga!
Discusiones, gritos, golpes se sucedieron
aquella noche, hasta que con los primeros rayos del amanecer aparecieron dos
soldados del emperador, trayendo el resto del dinero y comunicándonos que debían
custodiar a joven hasta el barco. La última noticia que nos comunicaron fue que
tenían órdenes expresas del emperador de llevarla a la fuerza si era necesario.
Ninguno de nosotros nos atrevimos a
decirle nada de despedida. Con la cabeza gacha, nos limitamos a mirar para otro
lado…
Ay… si hubiésemos actuado en ese momento…
Sofía se disponía a subir tristemente por
la rampa, pero en ese momento, a lo lejos, venía corriendo el pobre Teuclides.
Pidió a los soldados que se dejara despedir de él.
Abrazándolo entre lágrimas, le preguntaba
que por qué le pasaba eso a ella.
-Tranquila, Sofía.-intentó relajarla.-
Siempre has sido una mujer fuerte y valiente, que no le teme a nada. Quién sabe
si solo eres un mero capricho del emperador y te acaba enviando de vuelta… o si
será una buena persona contigo y te respetará…
-Sabes que no será así…
-El destino es caprichoso…
-¡Es suficiente!- gritó uno de los
soldados.
Sobresaltados, ambos se separaron, no sin
que antes él le entregara un collar con una hermosa piedra tallada en él.
Con un beso en la mejilla y un último
abrazo, se despidieron, creyendo inocentemente que se volverían a encontrar…
Los días siguientes serian complicados
para ella según nos ha escrito en los papiros que hallé en su habitación.
Pericles el joven había partido en la otra
nave con destino a Mileto, pues su padre había sospechado algo entre ambos… Por
lo que había decidido poner tierra de por medio. Sofía viajaba sola, sentada en
el suelo de la cubierta, abrazándose las rodillas y sin parar de llorar por su
desgracia.
Un atisbo de bondad asomó en el emperador,
y decidió esperar a que asumiese el nuevo giró que había dado su vida, y fuera
ella la que se acercase a él.
Uno de sus sueños en la vida, era visitar
Atenas, la capital de Grecia, la cuna de la vida, el lugar de sabios, filósofos,
escritores, teatros, bellezas arquitectónicas, rebosante de conocimientos…
Pero en ese momento, bien poco le importaba.
No prestó atención a nada. Una hora tas llegar a puerto, la habían trasladado a
palacio, en donde le presentaron sus dependencias y sus nuevas doncellas.
-Ya es suficiente.- le dijo Pericles
cuando llegaron a la habitación de ella.- No sabes la cantidad de jóvenes
desearían estar en tu situación. ¡Aprovéchala!
-¿Y por qué no las escogió a ellas?
–respondió Sofía con voz débil-
-Por esa misma razón. Nunca había visto a
alguien como tú, con tu belleza, tu saber, haciendo alusión al significado de
tu nombre…
Pero seré benevolente contigo, pues aun
eres muy joven para la rudeza del sino… No te tocaré hasta que lo considere
conveniente… Pero te lo advierto, mi paciencia tiene un límite…. No obstante,
afortunadamente para ti, me ha surgido un inconveniente en mis legiones del
norte, y es de vital importancia que acuda en persona. Estaré fuera quince días
aproximadamente. ¡Pero, bien saben los dioses a mi regreso te poseeré en cuerpo
y alma, sea por tu voluntad o por la fuerza!
Acto seguido, Pericles se iba, dejando
tras de sí a aquella flor, que pese a su juventud ya se había marchitado.
Los días siguientes, fueron un calvario
para Sofía: constantemente entraban en su alcoba doncellas con elegantes túnicas,
suculentas comidas, instructoras para ella sobre cómo ha de comportarse. ¡Hasta
la ropa para la boda le habían traído las doncellas!
Sin embargo, ignoraba a cada una. Sin
probar bocado, agradeció el momento de la noche, cuando la luna iluminaba la
ciudad y el silencio reinaba en palacio.
Salió al balcón para respirar aire fresco,
intentando olvidar momentáneamente la realidad…
Cerró los ojos, y rememoró los momentos en
Delfos en los que visitaba a su dios preferido y luego notaba su calor en la
cima de la colina… Pero, ¿por qué parecía que su dios preferido la había
abandonado?
Embelesada en sus pensamientos, no se
percató que un extraño había entrado en su habitación. Un hombre encapuchado,
que caminando sigilosamente, observó a Sofía de espaldas.
Acto seguido, la joven notó como unas
manos le tapaban los ojos y la boca, haciéndole dar un brinco.
Aquella persona la atrajo hacia el
interior de la habitación por el temor a ser vistos. Entonces, le vio.
Lágrimas de felicidad salieron de ella,
mientras ambos se fundían en un abrazo bajo los rayos de luna que entraban en
la habitación…
-¿Cómo has entrado? ¿Qué haces aquí? ¿No
te había enviado tu padre a Mileto?
El sonrió ante la avalancha de preguntas
que su amada le hacía. Como respuesta le dio un apasionado beso, al que ella respondió
con agrado.
-Ha sido duro, pero logré convencer a la
tripulación cuando conocí la decisión de mi padre de partir al norte. Este
palacio tiene varios pasadizos que conozco para salir y entrar sin ser visto.
Pero ahora no hay tiempo Sofía. Ven, huye conmigo. Nos espera un barco para
salir a la madrugada.
Ella sonrió asintiendo y acto seguido, los
sentimientos de ambos se liberaron después de tantos días… Aumentando la
temperatura de sus cuerpos, los besos tenían una intensificación mayor, más apasionados,
más lujuriosos… Aflojando las fíbulas de la túnica de Sofía, la dejó desnuda. Aún
era más bella si cabía: aquel precioso cuerpo níveo a la luz de la luna parecía
el de una diosa. Pudorosamente, intentó taparse, pero el muchacho se lo impidió
suavemente, desnudándose él también. Mi hermana escribió en los papiros que la
noche más perfecta y romántica de su vida había sido aquella, y que sólo ellos
y Cupido sabrían lo que había ocurrido aquella noche.
Sin embargo, el sino la seguía teniendo
tomada con aquella pobre hermana mía. Los primeros rayos de Apolo despertaron a
Sofía de su embelesamiento. Al percatarse de que estaba desnuda, se asustó,
pero al momento recordó los cómplices y apasionados momentos que habían
ocurrido en aquella cama unas horas tras…
No obstante, algo raro pasaba allí.
Pericles no estaba allí. ¿Y su plan de fuga? ¿Y sus ropas?
Definitivamente, algo pasaba. En ese
momento, sin llamar y sin educación, un fuerte hombre entró en la alcoba.
Ella pegó un grito, a lo que él respondió
abofeteándola.
-¡Sucia! ¡No vuelvas a gritar! ¿No crees
que ya le has hecho bastante a esta patria? Por tu culpa he tenido que hacer
algo fuera de mi agrado.
-¿A qué se refiere? ¿Dónde está él? –Dijo
en tono de súplica mientras se tapaba mejor con la sábana-
Sonriendo maliciosamente, respondió:
-De camino al inframundo. Tu futuro marido
me contrató para que te tuviera vigilada, y con orden estricta de matar a
cualquier hombre que se atreviera a tocarte. Fuera quien fuera. Yo solo he
cumplido con mi deber.-dicho esto, el hombre se alejó de la habitación, no sin
antes dejar escapar una mirada lujuriosa hacia Sofía.
La joven no daba crédito a lo que acababa
de oír. En ese momento, notó como si algo en ella se partiera por dentro. Quería
gritar y no podía. Quería llorar, pero las lágrimas hacía tiempo que la habían
abandonado. Quería matar, pero no sabía cómo. Sentía la misma necesidad de
venganza que sintió Hécuba, antigua reina troyana esposa de Príamo, y madre del
mismísimo Héctor, cuando se enteró que Polidoro había sido asesinado.
La sed de sangre aumentaba por momentos y
la ira y la furia paseaban de la mano en su mente.
Sin pensar dos veces, se dispuso a
realizar la macabra y funesta idea que había tenido. Se puso la ropa para su
boda maldiciendo, y con las fíbulas de una de sus túnicas se rajó los brazos y
las piernas, y con esa sangre escribió los papiros que nos han dejado grabada
su historia. Dejando una cruel y amenazante nota de despedida hacia el
emperador, vaticinándole el peor de los destinos, y el declive de Atenas, la
misma ciudad que había conseguido levantar.
Miró una última vez hacia la Acrópolis y
partió sin mirar atrás.
Al ser tan temprano, pocos sirvientes había
en palacio en ese momento, por lo que consiguió salir sin problemas. Una vez
fuera, corrió lo más rápido que pudo, pidiéndole a Apolo que esperase a cumplir
su plan antes de salir.
Apolo, orgulloso de su venganza, retrasó
unos minutos el amanecer.
Entonces, Sofía había ascendido hacia la
solitaria Acrópolis, ignorando la belleza del Partenón y el Templo de Atenea
Nike. Se dirigió hacia el extremo del Erecteion. Justo en ese
momento, la ciudad despertaba. Apolo salía frente a ella. Y sin más dilación,
dando un paso más, Sofía se precipitó desde la Acrópolis, bajo la orgullosa y
maligna mirada de un dios que nuevamente confundía amor con obsesión, cumpliéndose
así su venganza: nunca sería de otro hombre, y prefería verla muerta antes que
con cualquier otro.
AMANDA: La verdad, me ha dejado completamente
sorprendida esta espeluznante historia, y se me ha olvidado hasta hacerle
preguntas. Pero lo ha explicado usted tan bien que no creo que a ninguno de
nuestros lectores les sea necesario ninguna. Una tragedia inolvidable, que
marcará un antes y un después en nuestra era. Es la primera vez que me pasa,
pero he de confesarles que no sé que más decir. Lo que sí que está claro es que
las apariencias engañan y que la vida da muchas, pero que muchas vueltas.
Pasen una feliz semana, y nos vemos en la
próxima entrevista.
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